viernes, 1 de julio de 2016

Un buen día, descubrí que hay lágrimas que se clavan en lo más profundo del corazón y jamás desaparecen. Lágrimas de dolor, que crean acantilados, que dejan brechas abiertas toda la eternidad. Se aferran, y acabas por acostumbrarte, las olvidas, pero vuelven, en diferentes momentos, en diferentes vidas, suspiros... Pero siempre son las mismas. Siempre el mismo dolor agudo que te deja sin respirar, la misma melodía irónica. El mismo miedo.

Hay un violín dentro de mí que me araña todos los esquemas, haciendo sangrar hasta el más bonito sentimiento, rompiendo todos mis muros. Despacio, disfrutando de cada sollozo... Haciendo que el silencio grite la ausencia, que el vacío reine, que nadie escuche.
Haciendo que el aire sea tu muerte, que te ahogue, hasta que no tengas más opciones.
Sus cuerdas son canciones tristes, son como una tormenta desgarradora que disfruta de su paseo por tu piel, con toda su inmensidad, descansa mientras tú te rompes, deja caer todo su peso y la banda sonora de tu vida se vuelve violeta, azul marino... Se cuela dentro de ti.
Descansa, mientras te hundes en la oscuridad, mientras no puedes gritar.

Supongo que es el precio a pagar cuando te has enamorado de la soledad, cuando disfrutas del sabor amargo de la melancolía, del blues. Haciendo de la tristeza un vicio inspirador. Guardándote. Aprovechando cada silencio, cada movimiento efímero de la naturaleza.
Supongo que es lo que toca cuando tienes dentro más tinta que sangre, más melodías que aire, cuando te escoges.

Suerte que hay un piano que te devuelve la calma, y un arpa que siempre trae de vuelta los sueños.
A veces, marcharse no es huir, es encontrar.
Lo mejor, es disfrutar de uno mismo. Por mucho que mate, la resurrección vale la pena.