jueves, 28 de julio de 2011

Lágrimas de lluvia.

Llovía. Cuando llegué, la vi sentada en un banco. Empapada. Tiritando…
¿Qué hacía allí? Estaba sola, y las altas horas de la madrugada no son el mejor momento para darse un paseo a la luz de la luna. Y menos en aquel barrio, y con aquel tiempo.
Me acerqué a ella. Me miró, sin decir nada. Estaba llorando y sus lágrimas, se mezclaban con las de las nubes.
Yo, también sin decir nada, cerré el paraguas, me senté a su lado y la abracé.
Y no la solté hasta que paró de llorar. Ya había parado de llover, pero, estábamos tan empapadas que no nos habíamos dado cuenta. Levantó la vista, y clavó sus grandes ojos marrones en los míos.
-Gracias.
-Sabes que odio que me den las gracias. Hago las cosas porque quiero. Sin que nadie me diga lo que tengo que hacer o lo que no. No me has obligado a nada, no he hecho nada que no quisiera. Por lo tanto, no me tienes que dar las gracias.
­-Pero…
-Pero nada. No quiero que lo digas. Y tampoco quiero volver a verte así. No quiero que hagas el idiota. Sé que a veces se necesita llorar en paz, sin que nadie te haga reír, sin que nadie te consuele y te pregunte que te pasa. Sola, o con alguien que sepa compartir silencios. Y otras, en cambio, es totalmente lo contrario. Yo estaré ahí siempre. Pero, a la próxima, o te quedas en casa, o escoges un día en el que no llueva, y unas horas decentes ¿eh? Que son las 5 de la mañana…
Ella sonrió. No fue la sonrisa más grande del mundo, pero fue una sonrisa, sincera, y que la luna, que ahora se veía enorme en el cielo había hecho brillar. Con fuerza. Y eso, era lo único que me importaba. Que ella estuviese bien.
-Hoy- le dije- no voy a preguntarte que te pasa. Sé que no quieres que lo haga. Ya hablaremos mañana, o dentro de unas horas, mejor dicho… Pero ahora, voy a acompañarte a casa.
Cuando llegamos a su portal, le dije:
-Ahora, quiero que te des una ducha, te metas en cama y duermas, sin preocuparte por nada, todo lo que puedas. ¿Me has oído?
-¡Si, mi capitana!
- Así me gusta, grumetillo.
Las dos reímos. Ella rió. No fue una gran carcajada, pero, se había reído.
-¿No te quedas?
-No…
-¡Pero si estás empapada! Y…
-Da igual, todavía tengo cosas que hacer.
- ¡Pero, si son las 5 de la mañana! Y vas a enfermar por mi culpa… ¿qué vas a hacer por ahí a estas horas?
-Creo, que a estas alturas ya deberías saber quién y como soy. No insistas.
Le guiñé un ojo, y sonreí. Ella volvió a sonreír, y me dio un abrazo enorme.
-Mañana te llamo.
Me di la vuelta, y me perdí en la oscuridad de la noche…
Lo cierto, es que no tenía nada más que hacer, si no, volver a mi casa andando. Pero, así era yo. Todo quedaba mejor dándole un toque de misterio y, bueno, imaginación.
Y me fui. Empapada y tiritando. Sin volver a abrir el paraguas, porque ya no hacía falta.
Pero sonriendo, y con la sonrisa iluminada por la luna., al saber que ella estaba bien. Porque nunca me había importado otra cosa.

Mariposas y realidad.

Se levantó con una extraña sensación en el estómago. Las mariposas que durante los últimos meses había intentado encerrar, se habían despertado de golpe. Porque jamás había conseguido matarlas, simplemente dormirlas.
Llevaba demasiado tiempo mintiéndose, levantando un muro entre ella y la realidad. Encadenando sentimientos. Se había dicho a ella misma que todo había acabado, que ya nada existía, y el frío la invadió. Pero, de repente, hubo algo que cambió. Él. Volvía a reaparecer… De pronto, juntas, desordenadas y sin sentido, mil sonrisas y mil lágrimas. Y en ese instante, que pudo durar 3 horas, o 3 segundos, se dio cuenta.
El muro se derrumbó, y los sentimientos se desencadenaron y gritaron. Con las misma fuerza de un huracán. El calor volvió de repente. Quemándola por dentro. Fue una explosión. De miedo, de alegría, de agobio, de rabia, de confusión, de locura, de euforia,  de recuerdos, de tristeza, de amor…
Y la verdad le ganó a la mentira.
Gritó, gritó, hasta que llorando no podía parar de reír.
Todo volvía a estar bien y a la vez, mal. Las flores de mil colores volvían a estar abiertas, el viento volvía a soplar, y el mar había vuelto a rugir con su fuerza habitual. Pero en el cielo, todavía amenazaban nubes grises, y en la calle, hacía frío.
Se levantó de la cama, la hizo, se dio una ducha, se vistió y se arregló. Le encantaban esos pantalones. Sabía que él le diría que eran horribles, pero, aún así, se los puso.
Cuando ya estaba lista, no supo qué hacer. El tiempo se le pasaba lento, más lento que nunca, y la espera se le hacía interminable. Estaba muy nerviosa. Le dolía el estómago y no dejaba de mirarse al espejo y mirar el reloj.  Iba a verle otra vez. Ese era su único pensamiento…
Se pasó así, andando de un lado a otro casi dos horas. Hasta que llegó el momento. Salió corriendo de casa. Tropezando con todo, porque lo cierto es que siempre había sido una torpe. Cuando llegó, pagó y se bajó del taxi. Y con el corazón latiéndole como nunca, comenzó a andar, buscándolo. Y cuando lo vio, sentado en aquel banco, de espaldas, esperándola… el mundo se le vino encima. Las piernas empezaron a temblarle y calló de rodillas. Se echó las manos a la cara y rompió a llorar. Porque la felicidad, intensa y breve como un beso robado, dolía.
Era más fácil ser cobarde, ponerse una máscara, esconderse en su mundo de oscuridad y mentirse. Si, es cierto, su vida era una farsa, pero al menos, no dolía. Sus sueños no podían hacerse añicos, porque ella ni se molestaba en hacerlos realidad. Todo era imaginario.
Por eso, aquella tarde, se levantó, se secó las lágrimas e hizo como si nadie la hubiera visto. Por eso llegó hasta él, indiferente, aparentemente bien, pero, con los ojos apagados. Por eso, aquel día le dijo que no le seguía queriendo, que ya le había olvidado, por eso volvió a dejar que el orgullo actuara. Porque las flores habían vuelto a marchitarse, el viento se había vuelto a cansar de soplar. Porque él mar ya no luchaba contra las rocas.
Porque la mentira, no dolía.
Porque para llegar a ser feliz de verdad había que bajar a la realidad y caer una y otra vez. Y ella, era demasiado cobarde.

viernes, 15 de julio de 2011

Nieve

Nevaba. Se caló todavía más su gorro de lana, y se subió la bufanda a la altura de la nariz. A pesar de que llevaba guantes, tenía las manos congeladas, y el tiempo cada vez se le pasaba más lento.
No tenía ni idea de por qué seguía allí, o si, la tenía, pero no quería reconocerlo. Dolía demasiado, pero, ¿qué iba a decirle cuando llegara?, ¿qué estaba allí de casualidad?, ¿que no sabía que iba a encontrarle? O… ¿le diría la verdad? Podría hacerlo, ya no tenía nada que perder, y sin embargo… ¿Qué le diría? ¿Qué seguía allí, y lo haría siempre, porque le amaba, y nunca había dejado de hacerlo? No, no podía, no sabía como iba a reaccionar, había demasiadas cosas que se lo impedían, de todas formas, ya le había perdido, no podía haber nada peor. Además sabiendo que todo había sido un estúpido error, porque aquella mañana ella estaba decidida a darlo todo, le había preparado una carta, en un sobre azul con sus iniciales en negro, pero, el orgullo había vuelto a salir sin más, a hacerla tropezar, y todo acabó. La carta se quedó en su mochila para siempre. Aquel “Te quiero, y lo haré siempre” jamás salió de allí.
Recordando aquello, empezó a llorar. Se secó la cara con los guantes, y de pronto, reparó en la hora que era. Casi llevaba allí todo el día. Esperándolo. Esperando que aquel tren que había visto partir una vez, volviera. Para darle aquella carta, que ahora apretaba con fuerza en su mano, dentro del bolsillo.
De pronto, el frío empezó a desaparecer. Ella miró al cielo, seguía nevando, y no había ni rastro del Sol… Además el viento había empezado a soplar con más fuerza, y estaba segura de que no era precisamente un viento de verano. Pero, aún así, ella tenía calor. Y lo cierto es que se sentía bien. No se daba cuenta de lo que pasaba, no se daba cuenta de que el frío se estaba colando por cada uno de los poros de su piel, y quemándola por dentro. Matándola. Empezó a tener sueño, a sentirse arropada, como si estuviera en un  cálido sillón al lado de una chimenea, y… se durmió.
A la media hora, un tren llegó al andén. La gente empezó a salir sin reparar en ella, como si no estuviese, como si allí no hubiera nadie. Hasta que, él, cargado con su mochila de siempre, la vio.
Se acercó corriendo, y lo primero que pensó al verla fue que como siempre que hacía frío, tenía la nariz roja. Pero, era un rojo mortal.
Intentó despertarla, pero, ya era demasiado tarde, estaba completamente congelada. Rompió a llorar, siempre, siempre la había amado, y todo se había acabado por una simple tontería. Si le hubiera dicho la verdad desde un principio, si hubiera dejado el orgullo de lado… pero él pensó, que ella ya no le quería, y se fue, lejos, sin mirar atrás. Sin olvidarla. Y, ahora ya no estaba. ¿Qué haría allí? No podía estar esperándola, no sabía que volvía, aunque ella siempre lo sabía todo, era imposible… no, no.
Y, aquel te quiero, aquella carta, jamás salieron de aquel abrigo. Se perdieron en el tiempo, y él, que no podía soportar que ya no estuviera, que no la había olvidado, jamás supo que ella nunca había dejado de amarlo.

martes, 12 de julio de 2011

Y otra vez.

Y otra vez, allí estaba , intentando poder escribir algo con un poco de sentido, algo que nada más empezar me enganchara, que no me dejara parar de escribir, hasta que el bolígrafo se quedara sin tinta, hasta que el lápiz se rompiera en mil añicos, como hacía mucho tiempo que no me pasaba. Y otra vez, lo único que me venía a la cabeza era tu nombre. Una simple palabra, siempre la misma, pero la única que tenía el poder de elevarme a las nubes, de perderme en un mundo inventado, la única palabra más grande que el propio infinito. La palabra que llevaba tus ojos grabados. ¿Por qué siempre tú?¿Por qué ya no puedo hacer nada sin que tu nombre y tu imagen se crucen en mi camino?
Y otra vez me doy cuenta, otra vez rompo a llorar, las lágrimas vuelven a inundarme, como antes, como hacía mucho tiempo que no me pasaba.
Y otra vez, vuelves para recordarme que jamás podré vivir sin ti.