viernes, 15 de julio de 2011

Nieve

Nevaba. Se caló todavía más su gorro de lana, y se subió la bufanda a la altura de la nariz. A pesar de que llevaba guantes, tenía las manos congeladas, y el tiempo cada vez se le pasaba más lento.
No tenía ni idea de por qué seguía allí, o si, la tenía, pero no quería reconocerlo. Dolía demasiado, pero, ¿qué iba a decirle cuando llegara?, ¿qué estaba allí de casualidad?, ¿que no sabía que iba a encontrarle? O… ¿le diría la verdad? Podría hacerlo, ya no tenía nada que perder, y sin embargo… ¿Qué le diría? ¿Qué seguía allí, y lo haría siempre, porque le amaba, y nunca había dejado de hacerlo? No, no podía, no sabía como iba a reaccionar, había demasiadas cosas que se lo impedían, de todas formas, ya le había perdido, no podía haber nada peor. Además sabiendo que todo había sido un estúpido error, porque aquella mañana ella estaba decidida a darlo todo, le había preparado una carta, en un sobre azul con sus iniciales en negro, pero, el orgullo había vuelto a salir sin más, a hacerla tropezar, y todo acabó. La carta se quedó en su mochila para siempre. Aquel “Te quiero, y lo haré siempre” jamás salió de allí.
Recordando aquello, empezó a llorar. Se secó la cara con los guantes, y de pronto, reparó en la hora que era. Casi llevaba allí todo el día. Esperándolo. Esperando que aquel tren que había visto partir una vez, volviera. Para darle aquella carta, que ahora apretaba con fuerza en su mano, dentro del bolsillo.
De pronto, el frío empezó a desaparecer. Ella miró al cielo, seguía nevando, y no había ni rastro del Sol… Además el viento había empezado a soplar con más fuerza, y estaba segura de que no era precisamente un viento de verano. Pero, aún así, ella tenía calor. Y lo cierto es que se sentía bien. No se daba cuenta de lo que pasaba, no se daba cuenta de que el frío se estaba colando por cada uno de los poros de su piel, y quemándola por dentro. Matándola. Empezó a tener sueño, a sentirse arropada, como si estuviera en un  cálido sillón al lado de una chimenea, y… se durmió.
A la media hora, un tren llegó al andén. La gente empezó a salir sin reparar en ella, como si no estuviese, como si allí no hubiera nadie. Hasta que, él, cargado con su mochila de siempre, la vio.
Se acercó corriendo, y lo primero que pensó al verla fue que como siempre que hacía frío, tenía la nariz roja. Pero, era un rojo mortal.
Intentó despertarla, pero, ya era demasiado tarde, estaba completamente congelada. Rompió a llorar, siempre, siempre la había amado, y todo se había acabado por una simple tontería. Si le hubiera dicho la verdad desde un principio, si hubiera dejado el orgullo de lado… pero él pensó, que ella ya no le quería, y se fue, lejos, sin mirar atrás. Sin olvidarla. Y, ahora ya no estaba. ¿Qué haría allí? No podía estar esperándola, no sabía que volvía, aunque ella siempre lo sabía todo, era imposible… no, no.
Y, aquel te quiero, aquella carta, jamás salieron de aquel abrigo. Se perdieron en el tiempo, y él, que no podía soportar que ya no estuviera, que no la había olvidado, jamás supo que ella nunca había dejado de amarlo.

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