miércoles, 30 de marzo de 2011

LU.

Estaban sentadas en una ventana, como muchas de las tardes que pasaban juntas, sin hablar, solo pensando. Se miraban, ya no les hacía falta más, con eso se entendían.
Una pensaba en su mejor amiga, estaba preocupada, ya no sabía que hacer y los problemas se le venían encima.
La otra, pensaba en él, como no… Mirando a todas las esquinas esperando que apareciera, pero, no siempre había suerte.
Ya se habían dicho todo lo que tenían que contarse, habían intercambiado consejos, opiniones, risas, preocupaciones, llantos y gritos. Al final, cuando ya estaba todo hablado solo les apetecía estar juntas, no hacía falta decir nada. Pensar, solo pensar, mirarse y sonreír. Lo cierto es que no les hacían falta las palabras.
Eso era lo que estaba pensando yo observándolas, eso eran amigas de verdad.
Encendí un pitillo. Seguí mirándolas.
Lucía y Uxía. Sentadas en su habitual ventana.
Lucía con sus princesitas azules, sus pantalones pitillo blancos, su camiseta blanca, su chaqueta azul y su bolso azul, tenía la mirada perdida y fija al frente.
Uxía con sus converse negras, sus pantalones rotos y desteñidos, y una chaqueta negra en la que ponía AC/DC miraba a la gente que pasaba, inventando historias sobre sus vidas.
Si, yo lo sabía todo a cerca de ellas. Cada vez que las veía, donde fuera, me sentaba a una distancia prudente y las oía hablar. Escuchaba a Uxía decir la primera tontería que se le ocurría y a Lucía reírse a carcajadas. Las escuchaba filosofar sobre todo, discutir, ponerse de acuerdo… Empecé a estudiarlas, conocerlas, hasta tal punto que ya me creía parte de su mundo, en ocasiones sabía lo que iban a decir, sabía todos sus gustos, sus sentimientos, sus pensamientos… todo.
Eran tan diferentes, y tan iguales a la vez.
La primera vez que las vi, estaban sentadas en un banco tomándose un granizado. En un principio no me llamaron la atención. Lo cierto es que si después de aquella tarde no me las hubiera encontrado otra vez, no les hubiera dado la menor importancia. Reconozco que me divertí escuchándolas hablar el primer día, pero nada más… No fue así, las volví a ver varias veces, un viernes lluvioso, una tarde en la playa, ellas no se dan cuenta de mi presencia, pero siempre estoy ahí, con ellas, en la distancia. Escuchando.
Y me doy cuenta de que eso son amigas de verdad.

Es mi vida entera.

Ven, acércate. Ayer me preguntaste por qué pasaba tantas horas delante del piano, tocando una y otra vez la misma melodía, buscando el sonido exacto. Yo me enfadé contigo, lo cierto es que estaba un poco estresada, había cierto pentagrama que, bueno… no importa, no venía a decirte eso. Quería pedirte perdón, pero ¿para ti no es imprescindible respirar? Pues esto es lo mismo. Si, es complicado, no te pido que lo entiendas a la primera, pero, escucha.
Todos nacemos sabiendo respirar, y lo hacemos casi sin darnos cuenta, porque lo hacemos todos los días, a cada hora, y a cada minuto, porque es necesario para vivir. Pues, esto es lo mismo, pero más difícil. Algunas personas, todavía no tengo muy claro si nacemos con la música dentro, o le vamos cogiendo el gusto a medida que pasan los años, pero, llega un punto, en el que las personas que la sienten de verdad ya no pueden dejarla, y aparte de tocar y tocar, todos los días durante horas.¿Recuerdas cuando tocaba también el arpa? Bueno, sea el instrumento que sea, es una necesidad, necesitas tocar y tocar por cualquier motivo, porque estás triste, porque eres feliz o porque estás enfadado… cualquier cosa, y sea lo que sea necesitas expresarlo con una canción, pero esa canción no puede estar tocada de cualquier manera, tiene que ser tal y como la sientes, tienes que tener la melodía exacta, aunque después ramas de notas salgan por todos los sitios, y para eso, necesitas tocarla bien, practicarla, necesitas que esa canción que tanto dice de ti, salga de tus dedos con la misma facilidad que tienes para respirar, necesitas que sea algo que te salga de dentro porque eso es lo que sientes. Y así se consigue, después de horas y horas, practicando, aunque solo sea un acorde, unas semicorcheas, necesitas que todo sea perfecto, para que después, puedas tocarla entera, y al oírla, sin fallos, la piel se te ponga de gallina, y las lágrimas empiecen a asomarse por tus ojos de lo bonita que es. 
La sientes. Es parte de ti. Es tu vida.
Todas las melodías que eres capaz de sentir como una pieza más de tu cuerpo, acaban siéndolo. Aunque algunas se cambien por otras, porque no tocas toda la eternidad las mismas canciones, si bien es cierto que algunas estarán ahí toda tu vida, pero las demás, se van cediendo el puesto, hasta el último de los días. Y tu vida ya está completa, porque lo único que necesitas es la música, y te acompañó siempre.
A ver, sé que es difícil de entender, sabes que también te necesito a ti, aquí a mi lado, y toda la eternidad, pero cada vez que pasó algo, siempre recurría a ella, porque sé que si tú te vas, lo pasaré mal, pero ahí estará esperándome. Sé que si todos se van, sé que si me caigo, si algo me duele nunca estaré sola, porque pondré las manos sobre las teclas o sobre las cuerdas, buscando la canción perfecta, y todo saldrá fuera, y podré seguir adelante. Lo mismo que si estoy genial, si todo me sale bien, necesito tocar.
Bien, sé que es difícil entenderlo, pero, sé que puedes. Porque tú sientes lo mismo.
Porque en el fondo, todos, seamos músicos o no, necesitamos música, canciones, en nuestras vidas, todos y cada uno de los seres humanos.
Y sé que tú sabes que sin músicos no hay música, y sin música… no hay nada.

El viento.

Se sentó al borde de la cama, se frotó los ojos y se estiró. Se levantó despacio, como si un movimiento brusco pudiera provocar que se derrumbaran las paredes, bostezó.
Le dolía la cabeza.
Empezó a andar hacia el baño, despacio, el suelo estaba frío, y un escalofrío subió por su cuerpo. Eso hizo que la cabeza le doliera aún más.
Se miró al espejo, estaba pálido, despeinado y tenía ojeras. Mientras pensaba en el mal aspecto que tenía, aguzó el oído, y empezó a oír como la lluvia chocaba contra el tejado.
Salió del baño y volvió a su habitación, subió las persianas y vio nubes y más nubes cubriendo el cielo. Todo gris. De repente el viento le dio en la cara, con un aire frío pero suave, que le hizo cerrar los ojos y respirar hondo. Eso le alivió un poco el dolor de cabeza, pero no le hizo animarse. No se acordó de lo que era el viento.
El era bastante pesimista, todos los días, tenía que pasar algo malo.
Este no iba a ser distinto, porque llovía, y para colmo le dolía la cabeza.
Cuidadosamente, despacio, hizo la cama, cogió su ropa y fue a darse una ducha lenta, disfrutando de que el agua le bajara por el cuerpo. Las duchas lo aliviaban, pero no hacían que estuviera de buen humor.
Cuando estaba vestido, y más o menos peinado decidió salir a la calle. Le apetecía pasear.
Abrió la puerta y volvió el viento. Se metió las manos en los bolsillos y empezó a caminar, sin rumbo, sin pensar en nada más que en donde pisaba, mirando pero sin ver, escuchando simplemente el sonido de sus pasos.
Y así estuvo una hora, intentando relajarse, sonreír, pero no lo consiguió.
Cuando volvió a casa, se quitó la chaqueta, y se tiró en el sofá, pensando en por qué le irían las cosas tan mal. En por qué no habría nadie que estuviera con el, tirado a su lado diciéndole que siempre estaría ahí…por qué.
No se daba cuenta, llegaba a estar tan alicaído que ni siquiera notaba que el viento seguía chocando contra su ventana, intentando que lo escuchara, intentando decirle que si había alguien que siempre estaría ahí. Pero nada.
El volvió a quedarse dormido, con la sensación de que eso era lo único que quería hacer, lo único que valía la pena.
Porque se le olvidó el viento. El viento, que choca contra su ventana para llamar su atención, el viento que lo acompaña en sus reflexiones, en sus largos paseos, en sus sonrisas y en sus llantos.
Se le olvidó, que el viento, nunca se cansa de soplar.

Amar puede matar.

Quería gritar. Pero no podía.
Quería romper con todo, destrozarlo. Pero no podía.
Quería correr lo más lejos posible. Llorar. Pero no podía.
Lo único que hacía era sentarse al borde de la cama, sin mirar a ningún punto fijo, como si viera algo que lo demás no.
Sentarse con la mirada perdida y esperar no sé sabe a que. Impasible.
Lo único que pensaba, lo único que se decía todo el rato a ella misma era que jamás volvería a enamorarse. Que jamás volvería a cometer ese mismo error.
De pronto vio una cajetilla de tabaco en el suelo de su habitación. La habían pintado ella y una amiga suya. Antes, en letras negras se leía “Fumar puede matar”. Ellas lo habían tachado y pusieron “Amar puede matar”.
Se acordó de que en esa ocasión su amiga le había dicho:
“Que tonta... jajajajajaja. Lo pone en todos los paquetes de tabaco, y la gente sigue fumando...Así que lo mismo con esto ;) JAJAAJAJAJJJ”
Ella había sonreído.
Sonreír…ya casi no se acordaba de que era aquello.
En ese momento, por fin empezó a reaccionar, y miró hacia otro lado, mientras dos lágrimas caían por sus mejillas.
En ese momento se dio cuenta de que por mucho que lo intentara nunca podría dejar de amar. A no ser, que se volviera de piedra, y pensó, que eso era imposible.
En ese momento, algo le dijo que de poco valía ya el orgullo, que de poco valía ya nada.
Y gritó. Gritó, y empezó a correr, llorando, pensando que cuanto más lejos mejor, que los problemas se quedarían atrás, aunque en el fondo sabía que eso no ocurriría, no se paró.
Cuando ya estaba cansada, cuando le fallaban las piernas y la respiración, cuando los ojos se le habían quedado secos, y ya no tenía lágrimas que llorar, llegó a la playa, y calló al suelo. Estuvo un rato tirada, llorando, pero al cabo de un rato se incorporó despacio.
Se sentó en la arena, cerca del mar, se quitó los zapatos y los calcetines, y dejó que se le mojaran los pies.
Tenía frío, pero le  daba igual.
Sentada, a la orilla, pensó que no todo estaba tan mal, que las olas seguían rompiendo como siempre, que el agua seguía siendo igual de suave y agradable, y que, si tenía que morir, esperaba que fuera por amor.
Si todo salía bien, pues, perfecto…pero si no…
Ahora estaba segura, ahora se daba cuenta, lucharía hasta el final, hasta que todo estuviera realmente perdido y ya no quedara nada, entonces, se acostaría en la arena, y se dejaría llevar por el mar. Contenta, sabiendo que a pesar de todo, había hecho todo lo que podía, y que moría por algo que merecía la pena. El amor.  

martes, 29 de marzo de 2011

Dos de Octubre de 2010.

Hace viento. Calor. Viento, mucho viento y calor. Huele a quemado, pero se respira bien. Muy bien.
Me apetece cerrar los ojos. Se escucha el viento. Se escuchan los árboles. Las hojas vuelan. Todo se mueve.
No hay nadie en la calle. Lógico. Hoy es un día en el que apetece sentarse en el salón de tu casa y ver una película. Aunque yo querría hacer muchas más cosas.
Leería en mi habitación, pero sé que así me perderé el viento, el día que hace hoy, y no quiero. Leería bajo un árbol, entonces tendría ganas de cerrar los ojos, de dejar que el viento me de en la cara y que pase las páginas de mi libro sin más, pero estaría tan metida en la historia que no lo haría, porque quiero seguir leyendo.
Me gustaría cerrar los ojos y leer a la vez. No podría, claro está, y a pesar de que ya lo sabría de antemano, me enfadaría, me frustraría y volvería a casa.
También querría sacar fotos, porque en los días como hoy todo parece, y en el fondo, está más bonito. Lástima que en una foto no pueda sentirse el viento, lástima que no pueda darte en la cara, lástima que no puedan moverse los árboles. Lo malo de querer sacarle una foto a un día como hoy, es que no se refleja mucho en ella, y menos en una cámara como la mía.
Me llegan gotas de agua. Debería meterme en casa, pero, no quiero.
También escribiría. De hecho, lo hago. Sin duda es la mejor opción.
Un coche.
Si, escribir, porque viendo una película no me enteraría de lo que pasa fuera. Leyendo llegaría un momento en el que tampoco, podría ser que el viento me acompañara, pero tarde o temprano, dejaría de sentirlo, a no ser, que el libro no valiera la pena, y, en ese caso, supongo que dejaría de leer. Quizás tampoco estaría mal sacar fotos, pero al fin y al cabo, todo estaría demasiado quieto, y siento que puedo describir mucho mejor este dos de octubre escribiendo.
Las palabras, las frases, se me amontonan en la cabeza, para salir de repente todas juntas, y que un bolígrafo de tinta negra las deje grabadas en un folio. Quisiera decir muchas cosas, y siento que me quedo a la mitad.
Cierro los ojos. Viento. Calor. Respiro. Los vuelvo a abrir.
¿Qué es aquello que vuela? Parecen las páginas de un libro… Si. Lo son. Creo…creo que pone…el título… si. “Lo que el viento se llevó”.
Sonrío. Que oportuno.
Cierro los ojos. Apoyo la cabeza en el banco. Es de madera, está frío. Respiro. Viento. Calor. Sonidos.
Viento…

París, tú y yo.

Eran las tres de la mañana. Yo caminaba por un viejo barrio de París. Uno de esos barrios que nadie conoce, que se esconden en las sombras.
Iba en su busca. No podía dormir y salí a la calle porque tenía un presentimiento. Le encontraría. Necesitaba verle. Estos últimos días no habían sido fáciles. Demasiadas discusiones.
Caminaba ausente por aquellas calles, esperando ver alguna señal de movimiento. Esperando verle a el.
Cuando llegué a un parque que había a las afueras, me paré. Podía ser que… empecé a buscar. Estaba desierto, las farolas proyectaban mi sombra y la de los árboles. La de nadie más. Nadie en los bancos. Nadie. Hasta que de repente, una sombra, había alguien sentado en el muro. No me había equivocado. Estaba allí. Era el. Miraba a la encendida Torre Eiffel, con su pelo desaliñado, su chupa de cuero y un cigarro en la mano.
Me acerqué.
Al oír mis pasos se dio la vuelta. Cuando me reconoció, sonrió, le dio una última calada al pitillo y lo tiró al suelo. Se bajó.
Llegué hasta el, me abrazó. Después se inclinó hacia mí y me besó. Y yo, como siempre, tuve que ponerme de puntillas.
De pronto, una melodía empezó a sonar. Era un piano. Pero… ¿De donde venía? Allí no había nadie. Nos asomamos. Tampoco. Nadie.
Me apoyé en el muro, cerré los ojos. Sonreí. Aquello que llegaba a nuestros oídos era el Vals d’Amelie.
El cogió mi mano y la puso en su cintura. Nos pusimos a bailar.
Cuando el vals cesó y suavemente empezó otra melodía, paramos. Nos miramos. No habíamos cruzado una palabra desde que yo había llegado. Sonriendo me dijo:
-Hola.
Y yo, sonriendo a su vez, le contesté casi en un susurro:
-Hola.
Volví a apoyarme en el muro. El se puso detrás mía, rodeándome con sus brazos.
Así pasamos las pocas horas de noche que nos quedaban. Con la música de un piano sonando de fondo. Abrazados.